martes, 24 de junio de 2008

DÍA DE LA BANDERA

Desde aquel 20 de junio de 1982 cuando nos acabábamos de rendir en Malvinas, no recuerdo un Día de la Bandera más triste que éste. ¿Qué estará sintiendo el General Belgrano desde donde quiera que esté?
¿Cómo es posible que no hayamos aprendido nada?
Unitarios/Federales. Civiles/Militares. Derecha/Izquierda. Peronistas/Gorilas. Pobres/Oligarcas. Gobierno/Campo. Y los argentinos nos seguimos aniquilando en enfrentamientos que no conducen a nada.
¡Qué decepcionado que debe estar Belgrano!
¡Cuántas veces su bandera, nuestra bandera, se manchó con sangre!
De todas las oportunidades en que nos enfrentamos, ésta es la más injustificada e inverosímil porque nos hemos enfrentado a partir de la prosperidad y la abundancia. ¿Cómo se entiende? Yo ya no entiendo casi nada. Y lo que menos entiendo es que, en el medio de todo este desastre, la muerte de un joven haya sido apenas una anécdota.
Se llamaba Carlos Marriera, tenía 21 años y visitaba por primera vez Buenos Aires. Desde Tucumán, Lules, un pueblito de 35000 habitantes, había llegado a la Plaza de Mayo no por convicción política sino porque, al igual que muchos otros, no tenía trabajo y le venían bien esos pesos que le daban por arengar, y , de paso, conocía la Capital.
Carlos pasó parte de la última noche de su vida cantando folklore en la quinta fila del micro. Luego durmió profundamente hasta el amanecer. Entrevió la ciudad por las ventanillas, a las cinco y media de la mañana, y bajó con sus compañeros cerca del Congreso. Juntos desandaron hacia el río la Avenida de Mayo y dejaron correr la mañana fría. Cinco horas después, el muchacho estaba muerto. Un farol que se desprendió de una columna de alumbrado le aplastó la cabeza.
Pero esto no fue lo más dramático. Lo peor vino después: “Y bueno, pobre, a Carlos lo esperaba un destino trágico”; “la culpa es del municipio que no hace mantenimiento”; “el responsable es el pasacalle que embolsó el viento”; “qué macana, pobre pibe”. Y limpiaron la sangre, y sobre la mancha siguieron saltando (porque el que no salta es gorila), y todo siguió según lo previsto, y la presidenta pudo decir su histérico discurso, y aquí no ha pasado nada. Eso sí, hicieron un respetuoso minuto de silencio por el muerto, y a otra cosa. Para cuando le estaban haciendo la autopsia, Carlos había dejado de ser noticia. Por entonces preocupaba el comunicado del campo, que leyeron a las apuradas porque ya empezaba el partido. Y entonces sí, se entonó el Himno y por noventa minutos todos los argentinos quisimos lo mismo: ganarle, por fin, a Brasil. ¿Por qué maldita razón lo único parecido al patriotismo que los argentinos somos capaces de sentir se reduce a las dimensiones de una cancha donde juega la celeste y blanca?

Yo he visto morir a muchos en este pueblo mío: las víctimas de los subversivos, los perseguidos por la Triple A, los asesinados por las Fuerzas Armadas, los caídos en Malvinas; creía que ya había sido suficiente. ¿Cuántos Carlos faltan? No puede ser que despreciemos tanto la vida. No debe ser así.

¡Basta de ultrajar nuestra bandera salpicándola con la sangre de hermanos! ¡Basta de ofenderla con gestos soberbios e hipócritas! No quiero más Carlos en mi patria. No quiero acostumbrarme a la muerte. No quiero que nos sigamos desangrando…
Prof. Cristina Besada



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